Cultura
LEYENDA DEL CEIBO

Cuentan que existía una joven originaria llamada Anahí, que vivía a las orillas del Paraná, y a diferencia de otras leyendas típicas, a ella no se la conocía por ser bella, sino todo lo contrario, era fea. Pero su don estaba en la música, pues cuentan que por las tardes sabía deleitar con su voz a la gente del lugar, que se reunía para escuchar las alabanzas a sus dioses y también expresar su amor por la tierra.
No obstante, llegaron los invasores, una bravucones españoles, arrasando con su tierra y su tradición, llevándose cautiva gente para esclavizar siendo Anahí una de las cautivas.

Fue mucha su tristeza, tanta que dicen que se oía su llanto por las noches hasta muchas leguas, pues era tan libre como un ave, que ahora no podía cantar, su voz se había apagado de tanta nostalgia y penuria.
Pasaba horas, planeando como escapar, hasta que una noche, cuando el guardia fue vencido por el cansancio y sueño, Anahí intentó escapar, pero el centinela despertó justo cuando lo estaba logrando, y quiso detenerla, mas no lo logro, la joven, con su espíritu salvaje y rebelde, ahogada en su estado prisionero, le clavó un puñal en el pecho y escapó a la selva.
Los gritos del centinela, lograron percatar a los demás carceleros que algo estaba sucediendo y al ver que faltaba Anahí, salieron a buscarla, tal, como quién sale a cazar un animal. Eran tantos y con armas, que lograron alcanzarla, llevarla por la fuerza y condenarla a la hoguera.
La sorpresa invadió a aquellos invasores, pues cuando prendieron el fuego, las llamas que con lentitud llegaban a la doncella, que sufría en silencio y mirando hacia un costado, iban formando en Anahí un inmenso árbol.
El asombro fue mayor al amanecer del día siguiente, con los primeros rayos del sol, los conquistadores, vieron las flores rojas aterciopaladas en aquel árbol verde resplandeciente, dejando así la señal eterna de la lucha de un pueblo que se mantuvo firme ante la adversidad… y así nació la leyenda del ceibo!
Fuente: Archivo Entre Ríos
Cultura
FLORENCIO MOLINA CAMPOS «EL PINTOR DE LOS GAUCHOS»

Florencio de los Ángeles Molina Campos nació el 21 de agosto de 1891 en la ciudad de Buenos Aires. Es el segundo hijo de los diez que tuvo el matrimonio de Florencio Molina Salas y Josefina del Corazón de Jesús Campos y Campos. Molina Campos murió el 16 de noviembre de 1959 en su ciudad natal.
Las estampas de Florencio Molina Campos son un valioso recurso para acercarnos a la tradición. Sus pinturas permiten conocer las costumbres de los hombres del campo de una manera natural, graciosa y tierna.


Florencio Molina Campos (1891- 1959)
En la obra de Molina Campos los protagonistas son el paisano, el caballo y la llanura vacía. En ella logró registrar gráficamente las actividades y costumbres de los hombres del campo argentino en sus tareas más cotidianas y reiteradas, rescatando de ese modo una manera de vivir y resguardando la tradición y el folclore de nuestra tierra.
Su pasión por el campo nació en su niñez, cuando pasaba las vacaciones junto a su familia en La Estancia «Los Ángeles» en el Tuyu, provincia de Buenos Aires. Esa pasión creció entre los años 1905 y 1907, cuando vivió en la estancia «La Matilde», en Chajarí (E.R). En ese período de su adolescencia, aunque su familia tenía casa en Concordia, prefería permanecer en la estancia, con la gente del lugar, visitando puestos, ayudando en las tareas rurales y aprendiendo el arte de aquellos hombres.

Esos años felices se interrumpieron en 1907 con la muerte de su padre. De allí en adelante el campo comienza a convertirse en nostalgia que volcará en pinturas que representan escenas camperas que lo harán famoso. Gracias a su poder evocador perduran los rasgos de los paisanos que conoció en su infancia: posturas, gestos, vestimenta, tareas, divertimento, costumbres del gaucho, en la intimidad de los ranchos o en la inmensidad de la llanura sin agricultura.
Cesáreo Bernaldo de Quirós decía de él: «Solo, sin academias ni maestros, traduciendo esa verdad que llevan los predestinados, fue contando Molina Campos todo lo que sabía y había percibido en el campo abierto, en el “rodeo”, en las “fiestas”, en la “pulpería”, y en ese enorme conocimiento de “pilchas” y sus nombres, y pelos y marcas de “montados”… Así fue plasmándose ese personaje suyo, el gaucho: el Gaucho de Molina Campos.»

En sus imágenes predomina lo risueño con un aire al mismo tiempo inocente y bárbaro, ingenuo y socarrón. Más allá del realismo, percibe lo peculiar y capta las fisonomías que acentúa y exagera con humor. Logra así representar el mundo del gaucho y su vida cotidiana en un clima risueño. A juicio del académico de Bellas Artes y conocido crítico Córdova Iturburu, «el artista veía al gaucho como el gaucho se veía a sí mismo. No era el gaucho del poeta o del historiador o del narrador fantasioso. El secreto del inusitado éxito de Molina Campos en los medios rurales del Río de la Plata reside en su identificación absoluta con el hombre de esos medios. Los mira con los ojos con que se miran ellos y los considera con su mismo espíritu entre burlón y afectuoso. Su risa es bondadosa. Es risa de comprensión y cariño».



Cultura
DIA DE LA TRADICIÓN

El 10 de noviembre se celebra el Día de la Tradición en Argentina. Aunque en el país podemos reconocer distintas tradiciones de la cultura nacional, como el mate, el tango, el fútbol o el asado, entre otras, la fecha hace referencia a quien se considera un exponente de la identidad argentina: José Hernández, el autor de la icónica obra de literatura gauchesca, el Martín Fierro.
“El Gaucho Martín Fierro” es un poema narrativo con 2316 versos y 13 cantos, publicado en 1872, que representa los hábitos, costumbres, valores, sufrimientos y experiencias de vida de los gauchos que habitaron las tierras del país. Relata la historia del gaucho payador Martín, obligado a incorporarse al Ejército, del cual huye para convertirse en un gaucho matrero, fuera de la ley y lejos de la opresión e injusticia a la que era sometido. Cuenta, además, con una continuación, titulada “La vuelta de Martín Fierro”, escrita en 1879.

El Martín Fierro inmortalizó al gaucho, un personaje que representa el espíritu libre, independiente y trabajador de los habitantes de las pampas argentinas, y una figura central de la cultura argentina. Por tal, se la considera una obra literaria cumbre del género gauchesco.

(…) Jorge Luis Borges ha dicho sobre el Martin Fierro: «tan pendiente siempre de los artificios, quizás porque a su propio sistema literario le convenían: “El poema entero está escrito en un lenguaje rústico, o que estudiosamente quiere ser rústico”. En ese adverbio de modo que subrayo se asienta la definición de la gauchesca, que es un género de letrado que imposta como natural la voz del gaucho. Y si es cierto que todo escritor gauchesco ha captado las conversaciones concretas de peones de campo, carniceros o galleros, hay que percatarse de que “el género es la alianza entre una voz oída y una palabra escrita”
Cultura
LA VUELTA AL HOGAR

Poema de Olegario Víctor Andrade, aquel poeta entrerriano nacido en Gualeguaychú el 7 de marzo de 1841. En dicha ciudad efectuó sus primeros estudios y posteriormente cursó en el Colegio Nacional del Uruguay, cuyas aulas compartió con Wilde y Roca, aunque no concluyó su bachillerato.
Su vasta obra literaria incluye entre otros tantos el poema «LA VUELTA AL HOGAR»

Todo está como era entonces:
La casa, la calle, el río,
Los árboles con sus hojas
¡Y las ramas con sus nidos!
Todo está, nada ha cambiado:
El horizonte es el mismo
Lo que dicen esa brisas
¡Ya, otras veces me lo han dicho!
¡Ondas, aves y murmullos
Son mis viejos conocidos,
Confidentes del secreto
De mis primeros suspiros!
Bajo aquel sauce que moja
Su cabellera en el río,
¡Largas horas he pasado
A solas con mis delirios!
¡Las hojas de esas achiras
Eran el tosco abanico,
Que refrescaba mi frente
Y humedecía mis rizos!
Un viejo tronco de ceibo
Me daba sombra y abrigo,
¡Un ceibo que desgajaron
Los huracanes de estío!
Piadosa, una enredadera
De perfumados racimos.
Lo adornaba con sus flores
De pétalos amarillos.
El ceibo estaba orgulloso
Con su brillante atavío,
¡Era un collar de topacios
Ceñido al cuello de un indio!
Todos, aquí, me confiaban
Sus penas y sus delirios:
Con sus suspiros las hojas,
Con sus murmullos el río.
¡Qué triste estaba la tarde
La última vez que nos vimos!
Tan solo cantaba un ave
En el ramaje florido.
Era un zorzal que entonaba
Sus más dulcísimos himnos,
¡Pobre zorzal que venía
A despedir a un amigo!
Era el cantor de las selvas,
La imagen de mi destino,
¡Viajero de los espacios,
Siempre amante y fugitivo!
¡Adiós! parecían decirme
Sus melancólicos trinos;
¡Adiós, hermano en los sueños!
¡Adiós, inocente niño!
¡Yo estaba triste, muy triste!,
El cielo oscuro y sombrío;
Los juncos y las achiras
Se quejaban al oírlo.
Han pasado muchos años
Desde aquel día tristísimo;
¡Muchos sauces han tronchado
Los huracanes bravios!
¡Hoy vuelve el niño, hecho hombre,
No ya contento y tranquilo,
Con arrugas en la frente
Y el cabello emblanquecido!
¡Aquella alma limpia y pura
Como un raudal cristalino
Es una tumba que tiene
La lobreguez del abismo!
Aquel corazón tan noble,
Tan ardoroso y altivo,
Que hallaba el mundo pequeño
A sus gigantes designios;
¡Es hoy un hueco poblado
De sombras que no hacen ruido!
¡Sombras de sueños dispersos,
Como neblina de estío!
¡Ah! Todo está como entonces,
Los sauces, el cielo, el río,
Las olas, hojas de plata
Del árbol del infinito;
Sólo el niño se ha vuelto hombre.
¡Y el hombre tanto ha sufrido
Que apenas trae en el alma
La soledad del vacío!

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